Comentario
CAPÍTULO XII
La relación que Baltasar de Gallegos envió de lo que había descubierto
Concluidas en brevísimo tiempo las cosas que hemos dicho, se embarcó Vasco Porcallo y llevó consigo todos los españoles e indios y negros que para su servicio había traído, dejando nota en todo el ejército, no de cobardía, porque no cabía en su ánimo, sino de inconstancia de él; como en la isla de Cuba, cuando se ofreció para la conquista, la había dejado de ambición demasiada, por desamparar su casa, hacienda y regalo, por cosas nuevas, sin necesidad de ellas. En casos graves, siempre las determinaciones no consultadas con la prudencia y consejo de los amigos suelen causar arrebatados y aun desesperados arrepentimientos, con mal y daño y mucha infamia del que así las ejecuta, que, si este caballero mirara antes de salir de su casa lo que miró después para volverse a ella, no fuera notado de lo que lo fue ni inquietara su persona para menoscabo y pérdida de su reputación y gasto de su hacienda, pudiendo haberla empleado en la misma jornada con más prudencia y mejor consejo para más loa y honra suya. Mas, ¿quién domará una bestia fiera ni aconsejará a los libres y poderosos, confiados de sí mismos y persuadidos que conforme a los bienes de fortuna tienen los del ánimo y que la misma ventaja que hacen a los demás hombres en la hacienda que ellos no ganaron, esa misma les hacen en la discreción y sabiduría que no aprendieron? Por lo cual, ni piden consejo, ni lo quieren recibir, ni pueden ver a los que son para dárselo.
El dia siguiente a la partida de Vasco Porcallo, llegaron al ejército los cuatro caballeros que Baltasar de Gallegos envió con la relación de lo que habían visto y oído de las tierras que habían andado. Los cuales la dieron muy bien cumplida y de mucho contento para los españoles, porque todas las cosas que dijeron en favor de su pretensión y conquista, salvo una, que dijeron que adelante del pueblo de Urribarracuxi había una grandísima ciénaga y muy mala de pasar. Todos se alegraron con las buenas nuevas, y a lo de la ciénaga respondieron que Dios había dado al hombre ingenio y maña para allanar y pasar por las dificultades que se le ofreciesen.
Con esta relación mandó el gobernador echar bando que se apercibiesen para caminar pasados los tres días siguientes. Ordenó que Gonzalo Silvestre, con otros veinte de a caballo, volviese a dar el aviso a Baltasar de Gallegos cómo al cuarto día saldría el ejército en su seguimiento.
Habiendo de salir el gobernador del pueblo de Hirrihigua era necesario dejar presidio y gente de guarnición que defendiese y guardase las armas, bastimentos y municiones que el ejército tenía, porque de todo esto había llevado mucha cantidad, y también que la carabela y los dos bergantines que estaban en la bahía no quedasen desamparados. Para lo cual nombró al capitán Pedro Calderón que quedase por caudillo de mar y tierra y tuviese a su cargo lo que en ambas partes quedaba, para cuya defensa y guarda dejó cuarenta lanzas y ochenta infantes (sin los marineros de los tres navíos), con orden que estuviesen quedos, sin mudarse a otra parte, hasta que les enviasen a mandar otra cosa, y que con los indios de la comarca procurasen tener siempre paz y en ninguna manera guerra, aunque fuesen sufriéndoles mucho desdén y particularmente regalasen e hiciesen toda buena amistad a Mucozo.
Dejada esta orden, la cual el capitán Pedro Calderón guardó como buen capitán y soldado, salió el gobernador de la bahía del Espíritu Santo y pueblo de Hirrihigua y caminó hacia el de Mucozo, al cual llegó a dar vista la mañana del día tercero de su camino. Mucozo, que sabía su venida, salió a recibirle con muchas lágrimas y sentimiento de su partida, y le suplicó se quedase aquel día en su pueblo. El gobernador, que deseaba no molestarle con tanta gente, le dijo que le convenía pasar adelante porque llevaba las jornadas contadas, que se quedase con Dios y hubiese por encomendados al capitán y soldados que en el pueblo de Hirrihigua quedaban. Rindiole de nuevo las gracias de lo que por él y su ejército y Juan Ortiz había hecho, abrazole con mucha ternura y señales de gran amor, que lo merecía la bondad de este famoso indio, el cual, con muchas lágrimas, aunque procuraba retenerlas, besó las manos al gobernador, y, entre otras palabras que para significar la pena de su ausencia le habló, dijo que no sabría decir cuál había sido mayor, o el contento de haberle conocido y recibido por señor, o el dolor de verle partir sin poder seguir a su señoría; que le suplicaba por última merced se acordase de él. Despedido del general, habló a los demás capitanes y caballeros principales, y por buen término les dijo la tristeza y soledad en que le dejaban y que el Sol les encaminase y prosperase en todos sus hechos. Con esto se quedó el buen Mucozo y el gobernador pasó adelante en su viaje hasta el pueblo de Urribarracuxi sin que por el camino se le ofreciese cosa digna de memoria.
De la bahía del Espíritu Santo al pueblo de Urribarracuxi caminaron siempre al nordeste, que es al norte torciendo un poco hacia donde sale el sol. En este rumbo, y en todos los demás que en esta historia se dijeren, es de advertir que no se tomen precisamente para culparme si otra cosa pareciere después cuando aquella tierra se ganare, siendo Dios servido, que, aunque hice todas las diligencias necesarias para poderlos escribir con certidumbre, no me fue posible alcanzarla porque, como el primer intento que estos castellanos llevaban era conquistar aquella tierra y buscar oro y plata, no atendían a otra cosa que no fuese plata y oro, por lo cual dejaron de hacer otras cosas que les importaban más que el demarcar la tierra. Y esto basta para mi descargo de no haber escrito con la certinidad que he deseado y era necesario.